LIBRETO DE TEATRO ABILIO ESTÉVEZ MONÓLOGO "EL ENANO EN LA BOTELLA"
El enano en la botella
(Monólogo)Abilio Estévez
Para Mario Pérez,
el más brillante de mis psicoanalistas
EL ENANO: Yo soy un enano que vive dentro de una botella. Vivir en una botella no es nada cómodo, pero a todo se acostumbra uno. Pienso que la incomodidad desarrolla cualidades que el hombre cómodo nunca sospechará. Hay varias incomodidades que provoca el ser enano y vivir dentro de una botella. Por ejemplo, la oscuridad. Vivo en permanente oscuridad, en la oscuridad más oscura que pueda alguien imaginar. Gracias a esto, sin embargo, mis ojos han puesto en práctica un milagroso sentido de la adaptación, y ya soy capaz de ver lo que al hombre inmerso en la luz no le sería posible. No percibo la realidad, ¿y qué? Veo en cambio pensamientos, recuerdos, obsesiones, terrores –sobre todo terrores–, lo que antes de vivir en la botella yo llamaba cómodamente «subjetividades». Me convertí en un hombre subjetivo, que es el mejor modo de vivir dentro de una botella. Por ejemplo, la tristeza. ¿Cómo es la tristeza? Una mancha azul que por lo general se presenta en lo alto, como lágrima a punto de caer sobre ti; lágrima azul, grande, terrible, gran ola que amenaza con sepultarte. No crean que se me escapa que lo de «lágrima azul» suena cursi. También me tiene sin cuidado. Cuando uno es enano y vive dentro de la botella la cursilería sirve de entretenimiento. (Transición.) ¿Y el miedo? ¿Cómo es el miedo? El miedo recuerda a Aladino, o a un hombre grande y severo. No digo que lo sea, sino que lo recuerda. Un hombre gigantesco a punto de sacarte de la botella y estrangularte. Nunca te estrangula, claro está. Si lo hiciera, sería una solución y ya no sería miedo. Lo propio del miedo es que esperes el estrangulamiento y nunca suceda. Lo propio del miedo es la incertidumbre. (Pausa breve.) ¿Y la angustia? Una puerta. Una de esas puertas grandes, bien hechas, que se abre de pronto. Como sabes que resulta imposible que una puerta se abra dentro de la botella, entenderás por qué la angustia es una puerta. En realidad, la angustia es la puerta que tú sabes que no existe, y esto la diferencia radicalmente de la esperanza, puerta no real que tú crees que existe. La diferencia entre la angustia y la esperanza es la que hay entre la cosa y el arquetipo, la idea platónica de la cosa. Lo que no quita que la esperanza también provoque angustia. Estoy entrando en terreno elevado. Enano más botella igual filósofo. La pequeñez de mi cuerpo no detiene la altura de las ideas. Aunque no lo parezca, soy inteligente. El problema es que nunca me dejaron probarlo. (Transición.) Ya hablé de las ventajas de la oscuridad. Quisiera referirme a las ventajas de la asfixia. Si no entra oxígeno por la nariz, tampoco llega a los pulmones; si los pulmones no reciben oxígeno lo buscan en la sangre. De modo que el cuerpo se acostumbra a encontrar el propio oxígeno. A esto lo llamo autosuficiencia. El cuerpo autosuficiente está preparado para las más duras pruebas, como esta de vivir dentro de una botella, si no la más terrible, entre las más descollantes que haya, como la decapitación, la emasculación o la crucifixión. Otra de las ventajas de la asfixia es que elimina esa misma probabilidad de muerte. El día que mueres asfixiado, tienes la certeza de que nunca más morirás asfixiado, lo cual es un respiro (y valga la paradoja). Por lo demás, la asfixia es lo mejor para los malos olores. No respiras, no hueles. En el mundo, al menos en el mundo que recuerdo, abundan más los malos que los buenos olores. (Pausa breve. Suspira.) ¡El hambre! Durante los primeros días el hambre aparece como lo de mayor gravedad. ¡Es terrible! Te dan punzadas aquí (Se toca el estómago.), te duele aquí (Se toca la cabeza.), comienzas a delirar, a ver visiones. Visiones de diversa índole. Me sucedió que veía a un mendigo llegar todos los días a la puerta. Señor, ¿tiene un plato de comida? No, señor, desgraciadamente no tengo. ¡Y el mendigo era yo! Yo mismo pidiéndome comida, y yo mismo diciéndome que no, que no tenía ninguna sobra que darle, que darme. Experiencia inolvidable, pedirte con tono lastimero comida a ti mismo y negártela. Doblemente dolorosa, por tener que negarte a la petición ajena, y porque esa petición no es ajena sino tu propia petición. (Pausa breve.) Durante aquellos delirios del hambre, me resultaba doloroso mirarme en el espejo. (Se mira en el espejo. Horrorizado.) Cara mía, espantosa cara mía, ¿dónde estás? ¿Por qué desapareces, monstruosa cara? ¿Es que ya no soy nadie? ¿Ni siquiera merezco mi imagen reflejada en el espejo? Aparece, carísima cara, no me importa que seas fea, desagradable, al menos eres real. Te aborrecí por tus ojos pequeños que nada tenían que ver con la nariz desmesurada; abominé tus labios finos, la ausencia de barbilla y de dientes que tanto contrastaba con la frente demasiado grande, abombada… ¡Ah, es mejor una cara horrible que ninguna cara! Es superior ser feo que no ser. (Dejando el espejo.) El hambre te deshace en impalpabilidad. Hasta que descubres, al cabo de muchos años, que ella no es un enemigo imposible de vencer. Es problema de astucia. Y de imaginación. La diferencia entre el pan verdadero y el imaginario resulta semejante a la que existe entre la angustia y la esperanza. Voy a hacerles una demostración de cómo hacer pan. Sí, no me miren con ojos de incredulidad. Si algún día tienen hambre –suceso este que puede acaecer al más feliz de los mortales– ya saben cómo comerse un pan. Observen. (Muestra la mano derecha.) ¿Qué ven? ¡Nada! (Con gran ceremonia hace descansar la mano izquierda sobre la derecha. Las mantiene unidas unos segundos. Luego, levanta la izquierda y muestra la palma de la mano derecha.) ¿Qué ven ahora? ¿Nada tampoco? ¡Falta de imaginación! ¡Aquí hay un pan espléndido! Dorado, caliente, oloroso… Y quien no lo vea es un pobre de espíritu. Además, importa poco que lo vean o no, este pan es mío, mi pan de hoy, no por imaginario menos pan, y no pienso compartirlo: no vivimos tiempos de compartir. (Come del pan imaginario.) Con esto me alimento, con la idea del pan. Muy superior al pan real. El pan real es comido y digerido; el pan ideal es para siempre pan ideal. ¿Alguien desea? ¿Alguno de ustedes aceptaría un mendrugo? No me hagan caso, puedo compartir. Es poco y de mentira. Nadie negará que tiene más mérito compartir lo que no abunda y ni siquiera existe. Otro de los problemas del hambre es que te quieres comer a tus contemporáneos. Bueno, los que no son contemporáneos murieron o no han nacido, así que no resultan apetitosos. Te quieres comer a cuanto ser humano te pasa por el lado. O no tanto. Hay gente tan enjuta, tan magra, que es mejor mirarlas con desdén y dejarlas que sigan el camino. ¡Ah, una jovencita entrada en carnes…! La carne fresca, abundante, delicada, apetecible… O un adolescente de los que hacen ejercicios… Con el muslo de un ciclista tendrías para varios meses, si sabes administrar. El hambre puede llevarte al asesinato. La distancia entre el hambre y el asesinato es menor que la posible distancia entre la angustia y la esperanza. Por fortuna, una circunstancia milagrosa te impide ser asesino. Adivino que ustedes no se han dado cuenta de cuál es esa circunstancia. Simple: en la botella no hay nadie más. En esta botella sólo quepo yo. La colegiala que pasa, el ciclista de muslos hermosos, son sombras que el hambre me hace ver. Mis asesinatos no pasan de elucubraciones dictadas por la falta de alimento. Además, el exceso de comida es perjudicial para la salud. El pan imaginario de cada mañana sirve para el resto del día. (Pausa breve. Medita.) ¡El tiempo! ¡Otro de los provechos de vivir dentro de la botella! Lo propio del tiempo es que transcurra. Aquí no, no transcurre, no pasa, no existe. Para decirlo con una frase que aterraría a monsieur Proust: ¡no hay tiempo! Ni sale el sol ni se pone entonces. No hay días, noches… Existe algo que se llama día-noche que no es una cosa ni la otra. La vida se detiene como un velero en calma chicha, y si hubiera un río aquí dentro, te bañarías miles, millones de veces en él, en el mismo río. Como el tiempo no avanza, eres incapaz de saber si lo que hiciste lo estás haciendo o lo harás, así como si lo que estás haciendo lo harás o lo hiciste; y lo que planeas quizá sea algo que pasó hace mucho o está ocurriendo. Aunque me inclino a creer que aquello que haces, en el preciso momento en que lo haces, ya ocurrió y va a ocurrir. En una botella se ejecuta un solo acto hasta el infinito. Ese acto es esperar. ¿Esperar qué? Nada. Esperar sin tener qué esperar es el modo perfecto de esperar. (Pausa breve.) ¡Y esperar en silencio! El silencio es el sonido del tiempo que no pasa. El ruido, o la música –modo elegante que tiene el ruido de manifestarse– remiten al tiempo que transcurre. O sea, el ruido es la forma sonora del tiempo, como el silencio es la forma no-sonora del no-tiempo. Yo siempre deseé el silencio sin darme cuenta que deseándolo, deseaba la eternidad. Ahora me percato: el silencio es la serenidad de mi alma escapando al exterior. Silencio más enano más botella igual paz. (Transición.) Lo peor es el aburrimiento. Vivir dentro de la botella es más grave que vivir en una ciudad vacía, de esas en las que no hay nada que hacer y la gente se acuesta temprano a soñar que va al cine o al teatro. Yo no sueño que voy al cine, por lo general sueño que soy el cine. (Se sienta en una silla y adopta pose de Marlene Dietrich en El ángel azul. Canta «Lily Marlen». Se interrumpe.) Me gusta Marlene Dietrich; no me gusta el alemán. Idioma bárbaro, propio para libros tediosos y funestos, como La lógica de Hegel y otros que no vale la pena mencionar. Si se trata de preferir, prefiero el italiano. Y mi preferencia tiene que ver con una mujer maravillosa. Alta –para pequeñez basta con la mía–, elegante, temperamental, fuerte, diabólica, angelical, maravillosa, María, sí, María Callas, la única voz que ha habido en el mundo. Comparado con ella, el resto de la humanidad es de una mudez impresionante. La escuché un día por la radio. Cantaba «¡Ah, non credea mirarti!» de La sonámbula. Desde entonces la amé. Y… (Con rubor.) la envidié. ¡Me hubiera gustado tanto levantarme una mañana, abrir mi boca y que de mi garganta escapara aquella voz… Salir a la calle, cantando el aria, y la gente cayendo de rodillas, llorando, emocionados con mi voz celestial… (Pausa. Como La sonámbula, camina por el tablón. Canta «¡Ah, non credea mirarti!». Cuando termina, aplausos atronadores; flores caen del techo. Saluda al público evidentemente emocionado. Se seca las lágrimas. Une las manos en el pecho. Reverencias.) ¡Ya, basta! Tengo un pobre corazón. Ah, y para que no haya dudas, mis hormonas están bien. No soy fearie de Norteamérica, ni pájaro de La Habana, ni joto de México, ni Sarasa de Cádiz, ni apio de Sevilla, ni Canco de Madrid, ni Flora de Alicante, ni Adelaida de Portugal. Mucho menos «gay» como se dice en esta época en que el imperialismo norteamericano ha impuesto su tartajoso idioma. Tampoco «homosexual», feísima, estúpida y científica palabra. No soy homosexual aunque nada tengo en contra de esos pobres muchachos que andan arañando la tierra en busca de un amor imposible. No me van a negar que cuando un hombre está frente a otro es como si se parara frente al espejo… (Pausa breve. Repentinamente iluminado.) Caramba, ¿y no será ese el único amor posible? Puesto que espejo significa reflejo de uno mismo…, reflejo de uno mismo es sinónimo de amor propio… ¡Silencio! Estoy llegando demasiado lejos. Por este camino, ¿a dónde voy a parar? En última instancia lo propio de cualquier amor, es que resulta imposible. (Tierno.) Perdonen, amigos, no se desanimen. Hablo por mí. Soy un enano feísimo y nadie me ha amado ni me amará nunca, nunca, nunca… (Pausa breve. Otro tono.) Hubo un amor en mi vida. Margarita. El eterno femenino. No se trataba de una mujer sino de un invento. Pero ¿qué ama el hombre sino el invento? La veo aparecer dentro de la botella una bellísima tarde de un mes que ignoro puesto que, como dije, el tiempo aquí dentro tiende a nada. Alta, trigueña, suntuosa, tropical. La adoro desde el primer momento. (A Margarita.) Margarita, te amo. (Pausa.) ¿No sabrá español? I love you. (Pausa.) Io ti amo. (Pausa.) Je t’aime. (Pausa.) Ich liebe dich. (Pausa.) Mi amor, respóndeme, que ya se acabaron los idiomas civilizados. Sé que soy un hombre monstruoso, de pequeñez repugnante, viviendo en esta botella estrecha, pobre desdichado. Lo importante, Margarita, no es la belleza física. Soy capaz de amarte hasta vaciar mis venas por ti. Soy capaz de amarte hasta embellecerme. Detrás de esta bestia que ves, puede haber un Jean Marais como en la película de Cocteau. ¿Puedo tocarte? ¿Puedo besarte? (Cae de rodillas.) Si me amas, seré el hombre más dichoso de la tierra. (Otro tono.) ¿Por qué te desnudas? No te puedo mirar. Tu piel brilla como el sol cuando está en el cenit. ¿Por qué te ríes? ¿Por qué esa burla que noto en tu risa? ¡No me mires así! Bésame, por Dios, bésame y acaríciame. (Como Margarita.) Me desnudo para que me admires mejor. Pero no seré para ti. Ando buscando un hombre; tú eres enano. ¡Lo contrario de lo que necesito! Pobre enanito mío, good bye, chau, me voy, no creas, algún cariño me inspiras… Sólo que, comprende… a mi cuerpo le hace falta un hombre, no un enano. Me voy. (Como el enano.) ¡No te vayas! Por favor, no te vayas también tú. Puedo convertirme en un hombre hermosísimo si tú me quieres. ¡Margarita! ¡Vuelve! (Pausa breve. Otro tono.) ¡Ojos que te vieron ir! Enano más amor igual fracaso. ¡Amor! (Grandilocuente.) ¡Amor! ¡Amor! ¡Qué mentira se esconde en tus cuatro letras! (Se escuchan aplausos.) Gracias. Les gustó la frase porque vivimos la misma vida con apariencia diferente. (Transición.) Hay otra ventaja en esto de vivir dentro de la botella: puedes tener la idea de cómo se vive dentro de la botella. Aunque como cada ventaja trae la desventaja, se crea el problema de que no sabes cómo es la vida fuera de la botella. Botella igual encierro. (Pausa breve. Desanimado.) Repito: me aburro. En la botella no hay parques, ni calles iluminadas con gente bien vestida que no va a ninguna parte, sino que simplemente camina por el mero placer de caminar por gusto y sin meta. Bueno, para ser sincero, si de meta se trata… ¿Quién habrá inventado esa palabra? En todo caso un optimista. (Confidencial.) Mi experiencia personal: no hay meta. Ninguna. La meta es el invento para fingir que hay lugar de reposo luego de la caminata. Y lo cierto es que después de caminar mucho descubres que estás en el mismo lugar, y debes seguir caminando, y no llegas a ninguna parte. A eso lo llamó un poeta «El mito de Sísifo», lo cual quiere decir que cuando tú crees que algo va a terminar, comienza de nuevo, hasta el fin de los tiempos, y los tiempos no tienen fin. Nada sé del eterno retorno de que hablaba aquel filósofo célebre. Sé en cambio que siempre estamos empezando. ¡Las metas! ¡Hay cada palabrita! Sí, hay palabras terribles. La peor, creo, es «soledad». Y quien haya vivido la descansada vida de la botella, sabe lo que digo. Volviendo a las subjetividades: para entretener la soledad, comienzo a viajar. París, Brujas, San José, Birmania, Lhasa, donde vive el Dalai Lama, quien ahora está, dicen, en una botellita china. Estoy en Venecia, pasando frente a la Casa Grimani. Me paseo por la Quinta Avenida de Nueva York. ¡El Lincoln Center! (Se oye El Miserere de El trovador.) ¿Y que sucede? ¡Los viajes imaginarios también me aburren! ¿Por qué? Viajar solo es la soledad suprema. No tienes a quién decirle: «¡Mira ese palacio florentino! ¡Mira las noches blancas, Nástenka! ¡Allí, el Taj Mahal! ¿No te conmueve ese campo lleno de amapolas?» No. Nadie te toma de la mano para llorar juntos, conmovidos, porque el lago Lemán está azulito y el día es claro y puedes ver, en la otra orilla, a Evian, Francia. Te das cuenta, estás más solo. (Otro tono.) Invento un amigo. Lo voy haciendo día a día con estas manos que serán polvo. Trabajo dolorosamente dentro de esta botella incomodísima, sin luz, sin agua, sin comida, sin ánimo y sin esperanza. Primero hago el pelo. Negro, negrísimo, y vital, mucho pelo. Odio la calvicie. Luego voy haciendo la frente amplia, de hombre inteligente. Y los ojos, son decisivos los ojos, lo que un hombre es o no es está en los ojos. Los hago grandes, pardos, tristes. Me gustan los ojos tristes; me gusta la tristeza. La alegría me horroriza. El hombre alegre es el lobo del hombre. Dime que ríes y te diré qué imbécil eres. En cambio, cuando alguien te mira y no llora pero sí llora, o sea, cuando alguien te mira llorando por dentro, o con mirada que ha llorado mucho, entonces sientes que el hombre es capaz de querer y necesitarte. El hombre alegre es egoísta y se basta a sí mismo; el triste te busca y te reclama. Creo la boca grande, carnosa, de hombre sincero; boca dispuesta a la confesión, al beso, a la frase cariñosa. Al principio lo hago delgadito. Después se me ocurre que es mejor fuerte y sano, como querían los latinos. Mens sana in corpore sano. Siempre ha sido la idea suprema del hombre. Lo trabajo con cuidado, como si estuviera en un gimnasio. Y sale un bellísimo ejemplar, altísimo, fuerte, bien parecido, triste, inteligente, al que le pongo un nombre hermoso, Mario, nombre de general romano, de tenor, de obispo, de novelista y de psicólogo. (A Mario.) ¿Qué te parece, Mario, este lugar? (Como Mario.) Podrías haberte ahorrado el trabajo de crearme. Lo que veo no me resulta alentador. (Como el enano.) ¡Si no se ve nada! (Como Mario.) Nada es menos tentador que la nada. (Como el enano. Al público.) Resulta que Mario me salió lacaniano, le gusta jugar con las palabras. (A Mario.) ¿Y no te tienta la idea de estar vivo? (Como Mario.) Estar vivo es cualquier cosa menos una idea. Por lo demás, estar vivo en esta botella es como estar muerto en cualquier otra parte. (Como el enano. Al público.) ¡Qué pesimista! ¡Se me fue la mano en aquello de la tristeza! La alegría es mala; el exceso de tristeza también. (A Mario.) Mario, los extremos se tocan. (Como Mario.) Los extremos «me» tocan. (Como el enano.) Eres extremista. (Como Mario.) Soy extremeño. (Como el enano.) Quieres decir, ¿de Extremadura? (Como Mario.) No, soy del extremo del mundo. (Como el enano.) Extremoso. (Como Mario.) Extremado. (Como el enano.) Si continúas con extremidades, te doy la extremaunción. (Como Mario.) ¿Para qué me trajiste a la vida en esta botella? Hubiera sido mejor nacer libre, correr por el campo, bañarme en el mar, nadar, oler el perfume de las flores, sentir el aire batiendo, acariciando mi cuerpo. Beber cerveza helada por la tarde en una terraza frente al mar. Encontrar otro cuerpo, lanzarme sobre él, tocarlo, besarlo, acariciarlo. ¿Para qué me diste vida en la botella? A ver, ¿me podrías dar un jugo de guanábana? ¡No! Pues no tiene sentido entonces nacer en esta botella. La vida es una, breve, y se debe gozar. No tiene sentido estar aquí. (Como el enano.) Podemos darnos compañía. (Como Mario.) Estamos tan preocupados por el hecho de estar encerrados en una botella, que no podemos darnos compañía. Tú solo. Yo solo. Nadie acompaña a nadie. (Como el enano.) Me confundes. (Como Mario.) Para simplificar: ¡sácame de aquí! (Como el enano.) ¿Quieres irte? (Como Mario.) Sí. Quiero vivir. (Como el enano.) ¿A dónde quieres ir? (Como Mario.) A cualquier parte, digamos a Buenos Aires. (Como el enano. Persuasivo.) Muchacho, Buenos Aires no existe. En ningún lugar los aires son buenos, es mentira de los periódicos. (Como Mario.) Déjame comprobarlo. Quiero tener mi propia experiencia. (Como el enano. Triste.) Bien, Mario, tú lo has querido. Te irás. A Buenos Aires. No sé a qué, la verdad, porque desde la muerte de Borges, Buenos Aires no es una ciudad sino un recuerdo. Vete. Mi destino es la soledad y lo acepto. ¡Adiós! ¡Adiós! Recuérdame. Escríbeme. Siéntate en cualquier café de la calle Corrientes, y escribe unas líneas para este enano desdichado que vive en una botella. ¡Adiós! Óyeme, Mario, y si te aburres de tantos aires buenos y quieres un poco de mal aire, de aire caliente, mefítico y húmedo, vuelve, mi hermano, que aquí estoy esperando por ti, que para eso te creé con estas mismas manos. (Pausa breve. Repentinamente alegre.) Se va Mario e invento un pájaro. Rojo. Un cardenal. No me cuesta trabajo, es fácil. (Realiza unos trazos en el aire.) Para crear un pájaro lo primero es crear un trino. (Se escucha un trino.) Luego decir la palabra «pájaro». Son las palabras las que crean las cosas. Lo primero fue el verbo. (Extiende una mano.) Ven, pajarito, pósate aquí, hazme compañía. ¡Ven! (Desesperado.) ¡No te vayas! ¡No vueles tan alto! ¡No dejes mi mano sin ti! ¡Te vas a golpear contra el cristal de la botella! ¡Te vas a matar! (Transición.) Atraviesa el cristal. Se va el pájaro rojo. Lo propio de una botella es que nadie quiera vivir en su interior. Se fue. Así que botella igual encierro igual enano solo igual nadie. ¡Nadie! Es decir, yo, pero yo ¿quién soy? Sí, claro, el enano dentro de la botella. Debe haber algo más. ¡Lo hay! ¿Si les digo algo no me denuncian? ¡Prometan que no me van a denunciar! (Transición.) No prometan nada. Siempre he confiado en la benevolencia de los extraños, como Vivien Leigh, mi actriz preferida. Ahí va el secreto: ¡soy un enano parricida! Aunque esta historia es mejor dejarla para después. Así como confío en la benevolencia de los extraños, confío en la curiosidad. Ustedes son curiosos, como los sederistas de Lyon, de quienes se comenta que hacen una seda muy curiosa. ¡Ustedes desesperan por saber cómo entré en la botella! Hace rato se preguntan: ¿cómo demonios entró el enano en la famosa botella? (Pausa.) ¡Historia larga y trágica! Prepárense a llorar. (Solemne.) Había una vez un enanito que vivía en una casita de madera, frente al mar. (Transición.) No así no, vamos a hacer las cosas como en el teatro. (Pausa. Teatral.) A la izquierda, casa de madera; colores vivos como en las estampas turísticas. Al centro, dunas de arena y uvas caletas. A la derecha, el mar; ancho y democrático, en fin, el mar. Izquierda y derecha, las del espectador. Cuando comienza la acción, hay un enano –que soy yo– jugando con la arena. Enano con más de cuarenta años, que como tiene mentalidad pueril –¿será pueril jugar con la arena mientras el mundo se va derrumbando piedra a piedra?–, como tiene mentalidad pueril, decía, aparenta menos edad. Está jugando con la arena, lo cual significa muchas cosas. La primera: no tiene nada que hacer. (Reflexionando.) Hay algo, en verdad, más profundo en el entretenimiento. Porque bien mirado todo en el mundo remite a la destrucción. No hay acto, por ingenuo que parezca, que no presagie de algún modo que el mundo se va derrumbando piedra a piedra. Ustedes convendrán conmigo: los sucesos del mundo están en íntima relación. Yo tuve hace años una novia –enana ella, aunque lindísima, que también hay enanas lindas– que se peleó conmigo porque llegué tarde a una cita. «¿Por qué llegas tarde?», me preguntó. La miré con cara de desesperación. Grité: «Paris, el hijo de Príamo raptó a Elena. Menelao se indignó». Note en sus ojos que no entendía, y le expliqué mi teoría de la concatenación de los hechos –que no es mía, la verdad, la leí por ahí–, y concluí que el sitio de Troya era finalmente el culpable de mi tardanza. Me lanzó una mirada fulminante, exclamó: «Troya es la que va a arder aquí». En fin, basta de digresiones; yo no soy Tristram Shandy. Volvamos al enano que juega puerilmente con la arena. (Hace ademán de levantar la arena con los dedos y dejarla caer.) Levantar arena con los dedos y dejarla caer, así, significa que uno está previendo lo que será el mundo y lo que será la propia vida. La puerilidad no está en el juego de levantar arena, sino en lo que se piensa mientras se levanta arena. No es lo mismo que yo haga esto pensando que no tengo salsa de tomate para hacer los spaghettis, a que lo haga pensando que polvo soy y en polvo me convertiré. No es lo mismo jugar con la arena cantando… (Canta.) «En el mar la vida es más sabrosa/ en el mar te quiero mucho más…», que diciendo un poema de Francisco de Quevedo. (Declama.) «Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuertes, hoy desmoronados…» No, no es lo mismo. (Transición.) Volvamos al teatro. Cuando comienza la acción, hay un enano jugando con la arena. Se escucha música de Debussy. (Se dirige a los técnicos del teatro.) Por favor, yo quisiera que se oyera El mar de Claude Achille Debussy. (Se escucha El mar.) Gracias. (Transición.) El enano mira al mar reflexionando cómo todas las cosas anuncian de la muerte, cuando descubre en él –en el mar, quiero decir– un reflejo. Se acerca a la orilla. (Tiende las manos al supuesto mar. Toma una botella en la que hay un papel. Levanta la botella, maravillado, a la altura de los ojos.) ¡Botella con mensaje! (Destapa la botella y saca el papel.) ¡Auxilio! Es lo único que dice. Algún desesperado escribió esta palabra e hizo bien. ¿Para qué más? Nadie salva a nadie. Lo interesante de una petición de auxilio es la petición en sí. Y el que pide auxilio lo hace a sabiendas de que nadie lo auxiliará, y si envía el mensaje es sólo para aliviar al que lo lea, como queriéndole decir: «Estoy peor, puesto que ya me decidí a escribir el mensaje inútil». (Pausa breve.) A partir de aquella tarde, en aquella casa de madera frente al mar, comencé a recibir mensajes cada día. Algunos decían «auxilio» a secas; otros, «por favor, ten la bondad de auxiliarme»; algunos más desesperados rezaban «coño, acaba de venir a auxiliarme». Por esos días, a escondidas de mi padre –a propósito, ¿les dije que era un enano parricida?– escribí un poema precioso. Dice así: «Voy cada día a la orilla del mar: aprendí a descifrar los mensajes de los hombres. Sé de papeles grises o amarillos con letras desesperadas en botellas que no pueden ser abiertas por las olas. Gritos, quejas a la deriva que irán intactos al Báltico o al Mar del Japón. A fuerza de encontrarlos en la arena, provenientes de todos los puntos de la tierra, sé reconocer los cuatro versos del lánguido, su pedido de auxilio rimado en rondeles impecables. Sé distinguir las lágrimas con las que el cursi sella su llamado, las imprecaciones del violento y el tono frío del orgulloso. Sé reconocer el mensaje del nostálgico: siempre deja constancia de nombre y fecha. El hábito de recibir mensajes me permite afirmar que detras de cada corazón dibujado se esconde un alma de doncella, así como que los ancianos dibujan relojes y los adolescentes guillotinas. Hay largos lamentos: pertenecen al vanidoso; él describe prolijamente sus anhelos y lo que es traición del tiempo, lo que se ha vuelto nada y mentira. Una mujer de carácter agrega el retrato donde se la ve de perfil, seria y desafiante, con traje de noche y collar de zafiros. El creyente exige. El descreído suplica. El displicente se olvida de firmar. El mensaje del sabio es un papel en blanco». (Pausa. Se escuchan pasos muy fuertes, que producen terror.) Aladino, ¿será Aladino? (Pausa breve. Con pavor, queda escuchando. Se oye una voz grave.) Voz: ¿Qué haces? Enano: Nada, papá, jugaba a los ceritos. Voz: El cero ha sido introducido como número solamente en la matemática moderna. El cero es la clase cuyo único miembro es la clase nada. Si estabas jugando al cero, no estabas jugando a nada. No me engañes. ¿Qué escribías? Enano: Bueno… Palabras, palabras, palabras. Voz: Yo no soy Polonio, astuto enano hijo mío. ¿Qué palabras? Enano: Oraciones insignificantes. Por ejemplo: «Mi papá me ama. Yo amo a mi papá». O esta otra: «Un enano es un hombre que muere. Mi papá es inmortal». Voz: Y decir que amas a tu papá y que tu papá es inmortal ¿te parecen oraciones insignificantes? (Pausa. El enano no sabe qué decir.) Voz: Irás a tu cuarto. No comerás en varios días. Tampoco verás la luz. Estás castigado. (Breve apagón. Los pasos se alejan. Cuando la escena vuelve a iluminarse, el enano aparece desanimado.) Como ven, antes de entrar a la botella, ya estaba acostumbrado al hambre y a la oscuridad. (Transición.) Lo cierto es que ahora, por parricida, no estoy encerrado en mi cuarto, sino dentro de la botella, con las ventajas y desventajas que implica. (Pausa breve. Con tono lastimero.) ¡La muerte! La diferencia entre la muerte y la vida dentro de una botella es la misma que hay entre la angustia y la esperanza. En este caso, como es de suponer, la muerte es la esperanza. ¿Revelé que me gustaba el italiano? Estudié el toscano para leer a Dante. Después de leerlo me di cuenta de lo ingenuo que había sido el pobre florentino. ¡Querer asustarnos con nueve círculos, llamas, Lucifer y toda esa literatura…! ¡Lucifer! ¡Como si no supiéramos quién es Lucifer! ¡Lucifer está aquí! (Se toca el pecho.) Cada hombre es la imagen de Lucifer. El infierno va con cada hombre. Y cuando ese hombre luciferino entra con su infierno en la botella, ¡ya saben! Abandonad toda esperanza, ¡oh!, vosotros que entráis en una botella. (Canta.) L’inferno, Dante, l’inferno/ no pudiste imaginar,/ por una razón sencilla:/ no lo llegaste a encontrar./ Ah, pobre Dante, tu infierno/ en nada parece cierto,/ el infierno es la botella/ y el enano que está dentro./ Infierno es oscuridad,/ falta de agua, comida,/ es la peor soledad,/ las paredes de cristal,/ y este deseo animal/ de salir a caminar,/ a caminar, a caminar,/ de salir a caminar./ Sí, señor, a caminar./ (Pausa.) ¿Para qué engañarlos? Yo, el enano parricida dentro de la botella, en pleno uso de mis facultades mentales, declaro definitivamente que estoy muerto. Sé que no estoy facultado para hablar de mis facultades mentales. No soy dueño de mis actos, ni de mis sueños, ni de mis tristezas, angustias o alegrías. Soy un simple enano… Sin embargo, quisiera pedirles por favor que me permitieran el acto de libertad de declararme muerto. Entre otras cosas, porque así es. Hay muchas muertes. La mejor es la definitiva, la que ni oye ni ve ni desea ni pide. Hay otras con diferentes matices. La peor es la mía, quiera Aladino o no quiera. Y aquí llegamos a la suprema desventaja que es vivir dentro de la botella, que no es vivir sino morir tratando de hablar, de oír, de soñar, de llorar, de sentir, de gozar. Si tú vives y las circunstancias te impiden que vivas, entonces estás muerto queriendo vivir. Y lo ideal –nadie osará negármelo– es vivir viviendo y morir muriendo, que es como Dios quiere y manda. Lo que pasa es que Dios manda y nadie le hace caso. Recuerdo un día… (Música solemne. El enano va a proscenio. Se inclina ante un haz de luz. Tiende la mano queriéndolo tocar, pero siente miedo y no llega a hacerlo.) No llore. ¿Tiene algún dolor? ¿O será acaso que su hija lo abandonó? ¡Ya sé! Se le murió la esposa. ¿No? ¡Está perdido! Sí, eso, perdido. No se preocupe, perderse está de moda. Todos estamos perdidos y no lloramos. Míreme a mí, me perdí hace años y no lloro. A veces hasta me río. Ríase, hombre, no sea bobo. Lo puedo llevar a mi casa y permitirle que se bañe. Porque, óigame, la verdad… le hace falta un baño. La comida… No sé. Bah, que más da, se comparte la que hay. De pobre para allá no hay más pueblo. ¡Ay, viejo, no siga llorando, que se me parte el corazón! Además, usted está viejito, sí, pero es un hombre hecho y derecho. Míreme a mí, consuélese. Soy enano, contrahecho, y no lloro. Para serle sincero, lloré bastante, cuanto iba a llorar. A ver, dígame, que resuelvo con llorar. No voy a crecer ni a ponerme esbelto porque llore y mis lágrimas, de tan profusas, desborden el mar. Acuérdese de Epicteto. El bueno de Epicteto repetía: «No busques que lo que sucede suceda como deseas; sino desea que todo suceda como sucede». Hay que tener resignación. ¿Usted es cristiano? Pídale a Dios que lo ayude. Tenga fe en él. Él no existe, la verdad, pero la fe es buena, exista Dios o no exista. Y en caso de que Él existiera, está tan ocupado con el Universo –póngase a pensar, ¡el Universo!–, que no se interesa por nosotros. No tiene tiempo. Imagine los periódicos que debe leer al día, y en tantos idiomas o dialectos; imagine las preocupaciones, que si se abrió la capa de ozono, que si el sol tiene una llamarada de más, que si Venus se movió de su sitio, que cuántas estrellas caen cada día… ¡Muchísimo trabajo! ¿Y qué me dice de los congresos? ¿Usted sabe la cantidad de congresos que hay en el Universo cada día? El tiene que estar en todos. Para eso es Dios. Si un congreso en Mercurio, allá está él. Si otro congreso en Sirio, en Arturo –que es la estrella más brillante–, o en la Estrella Polar, allí tiene que estar el pobre Dios vestido con la mejor túnica. Azul, la túnica azul celeste. Y sonriendo, no sea que al día siguiente los periódicos publiquen su foto serio y digan: «El gran Dios no se sentía bien en el congreso celebrado en la Osa Mayor». O lo que sería mucho más grave, corra el rumor de que está enfermo. A pesar de que Él no se ocupa de nosotros, si se enferma es una catástrofe. Y se lo digo para que no ande creyendo cuentos de camino: tiene detractores. Gente que anda diciendo que como Él vive en el cielo, las cosas de la Tierra le interesan poco y por eso estamos tan mal. Y Él, pobrecito, va tan rápido en el vehículo celestial –azul también, como el traje–, que casi no puede vernos, y no sabe que sufrimos, que lloramos, que pasamos hambre. ¡Santo Dios! ¡Qué destino el suyo! ¡Es más víctima que nosotros, porque es víctima de su imagen de Dios! Y está rodeado de doce discípulos, en realidad doce guardaespaldas que no le pierden pie ni pisada y no lo dejan enterarse de que yo sufro por ser enano y usted llora no sé por qué. Me pregunto: ¿para qué Dios quiere guardaespaldas? Si es tan bueno, ¿por qué tiene miedo a que lo maten? Además, es eterno. ¿A quién se le ocurre matar lo que no tiene principio ni fin? La historia de Dios y los guardaespaldas es rara. ¡Pero no llore, mi viejo! ¡Míreme! No, así no, a los ojos. (Pausa. El enano retrocede espantado.) ¡Esos ojos! ¡Cuánta luz en esos ojos! ¡Y las manos! ¡Y el corazón visible! A mí no me engaña. (Otro tono. Al público.) Era Dios. ¿Y saben por qué lloraba? Dice que todo le había salido mal. Que la luz no era buena como Él había previsto. Que el mar y la tierra no eran buenos como Él había previsto y declarado a los escribas del Antiguo Testamento. Y en cuanto al hombre… ¿para qué hablar? En fin, tuve que consolarlo. Yo, el enano parricida, me vi en la triste situación de tener que consolar a Dios. La vida es demasiado enrevesada para esta pobre razón que nos ha sido concedida. (Pausa breve. Triste.) Vivir en una botella no es nada cómodo, aunque a todo se acostumbra uno. No existe hecho en esta vida que no presente dos caras: la buena y la mala. Sí, ya sé, no hago gran filosofía. Las verdades de la vida nunca son gran filosofía. Lo propio de la gran filosofía es que no tenga que ver ni con la verdad ni con la vida. Y perdonen los filósofos. Ahí tienen la soledad. Les dije lo terrible de la soledad cuando hablé de mi amigo Mario, creado por mí, y ahora en Buenos Aires, que no es una ciudad sino una ventolera espantosa. Él cree que es buena ciudad. Allá él. Yo, en mi lugar, que es ninguno, o esta botella, sinónimo de ningún lugar. (Transición.) ¡Ah, otro lado de la soledad es espléndido, mágico, único! Sucede que todavía no he hablado de mi padre. (Se escuchan los pasos fuertes que producen terror.) Voz: Hijo, llegó el momento de la lección de Agronomía. Enano: Papá, estoy enfermo. Voz: Mejor, el cuerpo necesita castigo. Enano: ¿No será preferible dar hoy la clase de Historia del Derecho Internacional? Voz: ¿Tienes deseos? (El enano afirma con la cabeza.) Voz: Entonces no lo harás. Siempre debes hacer lo contrario de lo que deseas. Enano: Papá, tengo hambre. Voz: El hambre nos levanta sobre la miseria de nuestro cuerpo. Enano: Tengo sueño. Voz: Lucha contra él. Si lo vences, conocerás las delicias de la vigilia permanente, serás la pupila insomne, irás por la vida vigilando, vigilando, vigilando. Enano: ¿Y para qué tengo que vigilar? Voz: Para que el enemigo no te sorprenda. Enano: ¿Qué enemigo? Voz: Cualquiera. Siempre hay un enemigo. La hormiga más insignificante es capaz de abrir la grieta en la pared. Enano: Pero, papá… Voz: Si sigues replicando, irás encerrado a tu cuarto donde he puesto un cocodrilo con las fauces abiertas. Enano: (Recitando una lección aprendida de memoria.) Tomate. Lycopersicum esculentum. Esta conocida solanácea cultivada es muy común y casi espontánea en algunos lugares. Se hace gran comercio de sus frutos usados como condimento, en salsas, ensaladas y también en dulce; presenta numerosas variedades… (Otro tono.) Está bueno ya. Mi vida era un infierno, y perdonen el lugar común. Un día tomé la gran decisión. ¿Por qué la tomé un día y no otro? He ahí los grandes misterios de la vida que no son, a la larga, tales misterios, sino cosas bien concretas. En este caso, otro espejo. (Va donde un espejo de gran luna.) ¡Este espejo! (Se mira en él.) ¡Soy enano! ¡No paso de los cuatro pies de estatura! ¡Soy enano! (Gritando cada vez más desesperado.) ¡Soy enano! ¡Soy enano! (Pausa. Con rencor.) La culpa es de mi padre. Cuando cumplí los siete años y ya tenía cuatro hermosos pies de estatura, me encerraron en una caja para que no creciera. Mi padre era un hombre alto, altísimo, y quería ser el único alto de la familia. Pasé la adolescencia encerrado en una caja. Me he pasado la vida encerrado. (Se escucha el repique de un tambor de hojalata y un grito agudo.) Sí, Oscar Matzerath, la diferencia entre tú y yo, además del tambor de hojalata y de tu prodigiosa voz, es que tú «decidiste» ser enano, fue un acto de «tu» voluntad. Mientras que a mí me impusieron esta nimiedad asquerosa con la que nunca he sabido qué hacer. (Transición.) ¡Papá! Voz: ¿Qué quieres, hijo? Enano: ¿Por qué no te acuestas a dormir? Debes estar fatigado. Voz: No puedo. Aún no está claro por qué las golondrinas emigran en invierno. Enano: Volverán, papá, volverán las oscuras golondrinas. (Aparte.) Si es que encuentran balcones donde colgar sus nidos. (Al padre.) Duerme un rato, te prometo pensar en ti. (Otro tono. Al público.) Ahí está. Tendido en un banco del parque como el padre de Hamlet. Está pensando en las golondrinas; otro modo de pensar en las musarañas. (Se saca un anillo del dedo meñique.) Aquí guardo veneno de áspid. (Se va acercando con sigilo al lugar donde se supone está el padre.) Duérmete, viejo, duérmete. Vas a tener un sueño profundo, inigualable, el sueño de los sueños, que dulce es dormir y aun ser de piedra dura. Dichoso el árbol que es apenas sensitivo… (Se escucha una canción de cuna.) Duerme, duerme… Las golondrinas revolotean en tu sueño. El sueño es una plaza sobre la que vuelan golondrinas… (Con sumo cuidado vierte veneno en el supuesto oído del supuesto padre acostado en el supuesto banco.) No ver y no sentir es gran ventura. (Transición. Con espanto.) Y ahora ¿qué hago? Cuando vean estos terribles despojos, vendrán por mí, me decapitarán, me emascularán, me crucificarán. No tengo perdón. Soy el enano parricida. No debo perder la calma. La calma es como la esperanza. Me iré a lejanas tierras. A la Polinesia, como Gauguin. A los Mares del Sur, como Arthur Gordom Pym. A la China, como Teilhard de Chardin. Al África, como Isaak Dinesen. ¿Y en qué voy? (Se calma. Sonríe.) Ya lo dije: lo malo tiene el reverso bueno. ¡Mi pequeñez me salva! ¿Quién sino un enano cabe dentro de una botella? Entraré, como un mensaje. Recorreré los siete mares. Llegaré a playas remotas, a Cerdeña quizá, y me haré pastor. Un pastor enano no es algo que llame la atención. O puede que me haga bufón de un sultán. O monje budista. Cualquier cosa con tal de huir, huir, huir… (El enano entra en la botella. Pausa. La luz desciende notablemente.) Yo soy el enano que vive dentro de la botella. Desarrollo cualidades que el hombre libre no conocerá jamás. La botella no cayó nunca al mar, se quedó en los arrecifes. Adiós, Gauguin, adiós, China, adiós, África mía. Quedé en el mismo lugar con oscuridad, subjetividades, hambre, carente de tiempo y en silencio, aburrido, solo, harto. ¿Qué se le va a hacer? La vida impone las leyes. Me queda el consuelo de saber que no soy el único enano que vive dentro de una botella. Lo único que cambia son las botellas, que las hay feas y de refresco, las hay de Marie Brizard, de Johnny Walker, de Napoleón. Existen enanos, aún más víctimas de la civilización, que no viven en botellas, sino en laticas de cerveza. Pienso que da lo mismo en el fondo si la botella es hermosa. Dentro de ella, la realidad tiene iguales tintes –esto de «tintes» es una manera de hablar–, tiene los mismos no-tintes, y es absolutamente inmóvil para todos. Lo había olvidado: la vida en una botella es democráticamente parecida para cualquier enano, parricida o no, a quien el destino le haya puesto la botella por delante. Ahora mismo, veo botellas a mi alrededor. Las botellas de ustedes. El mar las trae a los arrecifes. Los arrecifes las retienen. Los enanos que están dentro no se ven, se presienten. ¡Murmullos! A veces risas, a veces llantos, gritos. Botellas en la noche eterna de las botellas. (Levanta las manos. Dice adiós.) ¡Adiós, enanito embotellado! ¡Adiós, compañero de dichainfortunio! ¡Adiós! ¡Playa llena de botellas con enanos dentro! Enanitos que tocan el cristal desesperada e infructuosamente. Enanitos que desean ir al Báltico, como si vivir en esas remotas y frías playas fuera mejor o peor. Enanitos, amigos, no se desesperen, sigan durmiendo en la plácida incomodidad de las botellas. (Se escuchan pasos. Asustado.) ¿Qué fue eso? ¡Dios mío! ¡No, no puede ser! ¡No puedo creerlo! ¡No puedo tener tan mala suerte! ¡Aladino! El imbécil creyó la historia de Las mil y una noches. Aladino, por Alá o por quien te dé la gana, no toques la botella. Déjame tranquilo, en esta paz. No le he hecho mal a nadie y merezco el silencio y el olvido. No destapes la botella, Aladino, por favor, no soy genio ni te voy a colmar de riquezas. ¡No levantes la botella, idiota, que me da mareos! ¡No le quites el corcho! (Se protege del aire.) ¡Detesto el aire! ¡No resisto el oxígeno! ¡No me saques de aquí! ¡Ten piedad, Aladino! ¡Son demasiados años en la botella! (La luz se hace ahora muy intensa. El enano se protege de ella.) ¡La luz! ¡No la resisto! ¡Ya no puedo vivir en el aire ni en la luz! ¡Ya no sabría caminar por la tierra! ¡Olvidé lo que es una flor, un árbol, un río, un claro de luna, una montaña! Olvidé hablar del olvido, porque la dicha del olvido se olvida. ¡No quiero recordar! Aprendí a vivir en el encierro. La libertad podría matarme. Dime ¿qué haría yo? ¿A dónde iría? ¿A quién le contaría esta historia sin principio y sin fin? ¿Qué haría con la libertad? No quiero vivir en otro lugar. Necesito permanecer en la botella donde aprendí tantas cosas dulces y amargas. ¡Vete a salvar a otros, Aladino! A mí déjame. Ya no sé vivir en el mundo. Mi mundo es la botella y quiero que también sea mi sepulcro. Y quizá algún día, dentro de miles de años –si es verdad que los años pasan– alguien encuentre la botella y el montoncito de polvo que seré y diga conmovido: «Aquí hubo un enano que enfrentó la vida en esta botella». Y la lance al mar. Y a lo mejor, quién sabe, pueda llegar al fin a la Polinesia, al África, a la China, a los Mares del Sur. Y hecho polvo, habré cumplido mi sueño. (Se escucha el coro final de alguna cantata. La luz se apaga lenta.)
TELÓN
Para Mario Pérez,
el más brillante de mis psicoanalistas
EL ENANO: Yo soy un enano que vive dentro de una botella. Vivir en una botella no es nada cómodo, pero a todo se acostumbra uno. Pienso que la incomodidad desarrolla cualidades que el hombre cómodo nunca sospechará. Hay varias incomodidades que provoca el ser enano y vivir dentro de una botella. Por ejemplo, la oscuridad. Vivo en permanente oscuridad, en la oscuridad más oscura que pueda alguien imaginar. Gracias a esto, sin embargo, mis ojos han puesto en práctica un milagroso sentido de la adaptación, y ya soy capaz de ver lo que al hombre inmerso en la luz no le sería posible. No percibo la realidad, ¿y qué? Veo en cambio pensamientos, recuerdos, obsesiones, terrores –sobre todo terrores–, lo que antes de vivir en la botella yo llamaba cómodamente «subjetividades». Me convertí en un hombre subjetivo, que es el mejor modo de vivir dentro de una botella. Por ejemplo, la tristeza. ¿Cómo es la tristeza? Una mancha azul que por lo general se presenta en lo alto, como lágrima a punto de caer sobre ti; lágrima azul, grande, terrible, gran ola que amenaza con sepultarte. No crean que se me escapa que lo de «lágrima azul» suena cursi. También me tiene sin cuidado. Cuando uno es enano y vive dentro de la botella la cursilería sirve de entretenimiento. (Transición.) ¿Y el miedo? ¿Cómo es el miedo? El miedo recuerda a Aladino, o a un hombre grande y severo. No digo que lo sea, sino que lo recuerda. Un hombre gigantesco a punto de sacarte de la botella y estrangularte. Nunca te estrangula, claro está. Si lo hiciera, sería una solución y ya no sería miedo. Lo propio del miedo es que esperes el estrangulamiento y nunca suceda. Lo propio del miedo es la incertidumbre. (Pausa breve.) ¿Y la angustia? Una puerta. Una de esas puertas grandes, bien hechas, que se abre de pronto. Como sabes que resulta imposible que una puerta se abra dentro de la botella, entenderás por qué la angustia es una puerta. En realidad, la angustia es la puerta que tú sabes que no existe, y esto la diferencia radicalmente de la esperanza, puerta no real que tú crees que existe. La diferencia entre la angustia y la esperanza es la que hay entre la cosa y el arquetipo, la idea platónica de la cosa. Lo que no quita que la esperanza también provoque angustia. Estoy entrando en terreno elevado. Enano más botella igual filósofo. La pequeñez de mi cuerpo no detiene la altura de las ideas. Aunque no lo parezca, soy inteligente. El problema es que nunca me dejaron probarlo. (Transición.) Ya hablé de las ventajas de la oscuridad. Quisiera referirme a las ventajas de la asfixia. Si no entra oxígeno por la nariz, tampoco llega a los pulmones; si los pulmones no reciben oxígeno lo buscan en la sangre. De modo que el cuerpo se acostumbra a encontrar el propio oxígeno. A esto lo llamo autosuficiencia. El cuerpo autosuficiente está preparado para las más duras pruebas, como esta de vivir dentro de una botella, si no la más terrible, entre las más descollantes que haya, como la decapitación, la emasculación o la crucifixión. Otra de las ventajas de la asfixia es que elimina esa misma probabilidad de muerte. El día que mueres asfixiado, tienes la certeza de que nunca más morirás asfixiado, lo cual es un respiro (y valga la paradoja). Por lo demás, la asfixia es lo mejor para los malos olores. No respiras, no hueles. En el mundo, al menos en el mundo que recuerdo, abundan más los malos que los buenos olores. (Pausa breve. Suspira.) ¡El hambre! Durante los primeros días el hambre aparece como lo de mayor gravedad. ¡Es terrible! Te dan punzadas aquí (Se toca el estómago.), te duele aquí (Se toca la cabeza.), comienzas a delirar, a ver visiones. Visiones de diversa índole. Me sucedió que veía a un mendigo llegar todos los días a la puerta. Señor, ¿tiene un plato de comida? No, señor, desgraciadamente no tengo. ¡Y el mendigo era yo! Yo mismo pidiéndome comida, y yo mismo diciéndome que no, que no tenía ninguna sobra que darle, que darme. Experiencia inolvidable, pedirte con tono lastimero comida a ti mismo y negártela. Doblemente dolorosa, por tener que negarte a la petición ajena, y porque esa petición no es ajena sino tu propia petición. (Pausa breve.) Durante aquellos delirios del hambre, me resultaba doloroso mirarme en el espejo. (Se mira en el espejo. Horrorizado.) Cara mía, espantosa cara mía, ¿dónde estás? ¿Por qué desapareces, monstruosa cara? ¿Es que ya no soy nadie? ¿Ni siquiera merezco mi imagen reflejada en el espejo? Aparece, carísima cara, no me importa que seas fea, desagradable, al menos eres real. Te aborrecí por tus ojos pequeños que nada tenían que ver con la nariz desmesurada; abominé tus labios finos, la ausencia de barbilla y de dientes que tanto contrastaba con la frente demasiado grande, abombada… ¡Ah, es mejor una cara horrible que ninguna cara! Es superior ser feo que no ser. (Dejando el espejo.) El hambre te deshace en impalpabilidad. Hasta que descubres, al cabo de muchos años, que ella no es un enemigo imposible de vencer. Es problema de astucia. Y de imaginación. La diferencia entre el pan verdadero y el imaginario resulta semejante a la que existe entre la angustia y la esperanza. Voy a hacerles una demostración de cómo hacer pan. Sí, no me miren con ojos de incredulidad. Si algún día tienen hambre –suceso este que puede acaecer al más feliz de los mortales– ya saben cómo comerse un pan. Observen. (Muestra la mano derecha.) ¿Qué ven? ¡Nada! (Con gran ceremonia hace descansar la mano izquierda sobre la derecha. Las mantiene unidas unos segundos. Luego, levanta la izquierda y muestra la palma de la mano derecha.) ¿Qué ven ahora? ¿Nada tampoco? ¡Falta de imaginación! ¡Aquí hay un pan espléndido! Dorado, caliente, oloroso… Y quien no lo vea es un pobre de espíritu. Además, importa poco que lo vean o no, este pan es mío, mi pan de hoy, no por imaginario menos pan, y no pienso compartirlo: no vivimos tiempos de compartir. (Come del pan imaginario.) Con esto me alimento, con la idea del pan. Muy superior al pan real. El pan real es comido y digerido; el pan ideal es para siempre pan ideal. ¿Alguien desea? ¿Alguno de ustedes aceptaría un mendrugo? No me hagan caso, puedo compartir. Es poco y de mentira. Nadie negará que tiene más mérito compartir lo que no abunda y ni siquiera existe. Otro de los problemas del hambre es que te quieres comer a tus contemporáneos. Bueno, los que no son contemporáneos murieron o no han nacido, así que no resultan apetitosos. Te quieres comer a cuanto ser humano te pasa por el lado. O no tanto. Hay gente tan enjuta, tan magra, que es mejor mirarlas con desdén y dejarlas que sigan el camino. ¡Ah, una jovencita entrada en carnes…! La carne fresca, abundante, delicada, apetecible… O un adolescente de los que hacen ejercicios… Con el muslo de un ciclista tendrías para varios meses, si sabes administrar. El hambre puede llevarte al asesinato. La distancia entre el hambre y el asesinato es menor que la posible distancia entre la angustia y la esperanza. Por fortuna, una circunstancia milagrosa te impide ser asesino. Adivino que ustedes no se han dado cuenta de cuál es esa circunstancia. Simple: en la botella no hay nadie más. En esta botella sólo quepo yo. La colegiala que pasa, el ciclista de muslos hermosos, son sombras que el hambre me hace ver. Mis asesinatos no pasan de elucubraciones dictadas por la falta de alimento. Además, el exceso de comida es perjudicial para la salud. El pan imaginario de cada mañana sirve para el resto del día. (Pausa breve. Medita.) ¡El tiempo! ¡Otro de los provechos de vivir dentro de la botella! Lo propio del tiempo es que transcurra. Aquí no, no transcurre, no pasa, no existe. Para decirlo con una frase que aterraría a monsieur Proust: ¡no hay tiempo! Ni sale el sol ni se pone entonces. No hay días, noches… Existe algo que se llama día-noche que no es una cosa ni la otra. La vida se detiene como un velero en calma chicha, y si hubiera un río aquí dentro, te bañarías miles, millones de veces en él, en el mismo río. Como el tiempo no avanza, eres incapaz de saber si lo que hiciste lo estás haciendo o lo harás, así como si lo que estás haciendo lo harás o lo hiciste; y lo que planeas quizá sea algo que pasó hace mucho o está ocurriendo. Aunque me inclino a creer que aquello que haces, en el preciso momento en que lo haces, ya ocurrió y va a ocurrir. En una botella se ejecuta un solo acto hasta el infinito. Ese acto es esperar. ¿Esperar qué? Nada. Esperar sin tener qué esperar es el modo perfecto de esperar. (Pausa breve.) ¡Y esperar en silencio! El silencio es el sonido del tiempo que no pasa. El ruido, o la música –modo elegante que tiene el ruido de manifestarse– remiten al tiempo que transcurre. O sea, el ruido es la forma sonora del tiempo, como el silencio es la forma no-sonora del no-tiempo. Yo siempre deseé el silencio sin darme cuenta que deseándolo, deseaba la eternidad. Ahora me percato: el silencio es la serenidad de mi alma escapando al exterior. Silencio más enano más botella igual paz. (Transición.) Lo peor es el aburrimiento. Vivir dentro de la botella es más grave que vivir en una ciudad vacía, de esas en las que no hay nada que hacer y la gente se acuesta temprano a soñar que va al cine o al teatro. Yo no sueño que voy al cine, por lo general sueño que soy el cine. (Se sienta en una silla y adopta pose de Marlene Dietrich en El ángel azul. Canta «Lily Marlen». Se interrumpe.) Me gusta Marlene Dietrich; no me gusta el alemán. Idioma bárbaro, propio para libros tediosos y funestos, como La lógica de Hegel y otros que no vale la pena mencionar. Si se trata de preferir, prefiero el italiano. Y mi preferencia tiene que ver con una mujer maravillosa. Alta –para pequeñez basta con la mía–, elegante, temperamental, fuerte, diabólica, angelical, maravillosa, María, sí, María Callas, la única voz que ha habido en el mundo. Comparado con ella, el resto de la humanidad es de una mudez impresionante. La escuché un día por la radio. Cantaba «¡Ah, non credea mirarti!» de La sonámbula. Desde entonces la amé. Y… (Con rubor.) la envidié. ¡Me hubiera gustado tanto levantarme una mañana, abrir mi boca y que de mi garganta escapara aquella voz… Salir a la calle, cantando el aria, y la gente cayendo de rodillas, llorando, emocionados con mi voz celestial… (Pausa. Como La sonámbula, camina por el tablón. Canta «¡Ah, non credea mirarti!». Cuando termina, aplausos atronadores; flores caen del techo. Saluda al público evidentemente emocionado. Se seca las lágrimas. Une las manos en el pecho. Reverencias.) ¡Ya, basta! Tengo un pobre corazón. Ah, y para que no haya dudas, mis hormonas están bien. No soy fearie de Norteamérica, ni pájaro de La Habana, ni joto de México, ni Sarasa de Cádiz, ni apio de Sevilla, ni Canco de Madrid, ni Flora de Alicante, ni Adelaida de Portugal. Mucho menos «gay» como se dice en esta época en que el imperialismo norteamericano ha impuesto su tartajoso idioma. Tampoco «homosexual», feísima, estúpida y científica palabra. No soy homosexual aunque nada tengo en contra de esos pobres muchachos que andan arañando la tierra en busca de un amor imposible. No me van a negar que cuando un hombre está frente a otro es como si se parara frente al espejo… (Pausa breve. Repentinamente iluminado.) Caramba, ¿y no será ese el único amor posible? Puesto que espejo significa reflejo de uno mismo…, reflejo de uno mismo es sinónimo de amor propio… ¡Silencio! Estoy llegando demasiado lejos. Por este camino, ¿a dónde voy a parar? En última instancia lo propio de cualquier amor, es que resulta imposible. (Tierno.) Perdonen, amigos, no se desanimen. Hablo por mí. Soy un enano feísimo y nadie me ha amado ni me amará nunca, nunca, nunca… (Pausa breve. Otro tono.) Hubo un amor en mi vida. Margarita. El eterno femenino. No se trataba de una mujer sino de un invento. Pero ¿qué ama el hombre sino el invento? La veo aparecer dentro de la botella una bellísima tarde de un mes que ignoro puesto que, como dije, el tiempo aquí dentro tiende a nada. Alta, trigueña, suntuosa, tropical. La adoro desde el primer momento. (A Margarita.) Margarita, te amo. (Pausa.) ¿No sabrá español? I love you. (Pausa.) Io ti amo. (Pausa.) Je t’aime. (Pausa.) Ich liebe dich. (Pausa.) Mi amor, respóndeme, que ya se acabaron los idiomas civilizados. Sé que soy un hombre monstruoso, de pequeñez repugnante, viviendo en esta botella estrecha, pobre desdichado. Lo importante, Margarita, no es la belleza física. Soy capaz de amarte hasta vaciar mis venas por ti. Soy capaz de amarte hasta embellecerme. Detrás de esta bestia que ves, puede haber un Jean Marais como en la película de Cocteau. ¿Puedo tocarte? ¿Puedo besarte? (Cae de rodillas.) Si me amas, seré el hombre más dichoso de la tierra. (Otro tono.) ¿Por qué te desnudas? No te puedo mirar. Tu piel brilla como el sol cuando está en el cenit. ¿Por qué te ríes? ¿Por qué esa burla que noto en tu risa? ¡No me mires así! Bésame, por Dios, bésame y acaríciame. (Como Margarita.) Me desnudo para que me admires mejor. Pero no seré para ti. Ando buscando un hombre; tú eres enano. ¡Lo contrario de lo que necesito! Pobre enanito mío, good bye, chau, me voy, no creas, algún cariño me inspiras… Sólo que, comprende… a mi cuerpo le hace falta un hombre, no un enano. Me voy. (Como el enano.) ¡No te vayas! Por favor, no te vayas también tú. Puedo convertirme en un hombre hermosísimo si tú me quieres. ¡Margarita! ¡Vuelve! (Pausa breve. Otro tono.) ¡Ojos que te vieron ir! Enano más amor igual fracaso. ¡Amor! (Grandilocuente.) ¡Amor! ¡Amor! ¡Qué mentira se esconde en tus cuatro letras! (Se escuchan aplausos.) Gracias. Les gustó la frase porque vivimos la misma vida con apariencia diferente. (Transición.) Hay otra ventaja en esto de vivir dentro de la botella: puedes tener la idea de cómo se vive dentro de la botella. Aunque como cada ventaja trae la desventaja, se crea el problema de que no sabes cómo es la vida fuera de la botella. Botella igual encierro. (Pausa breve. Desanimado.) Repito: me aburro. En la botella no hay parques, ni calles iluminadas con gente bien vestida que no va a ninguna parte, sino que simplemente camina por el mero placer de caminar por gusto y sin meta. Bueno, para ser sincero, si de meta se trata… ¿Quién habrá inventado esa palabra? En todo caso un optimista. (Confidencial.) Mi experiencia personal: no hay meta. Ninguna. La meta es el invento para fingir que hay lugar de reposo luego de la caminata. Y lo cierto es que después de caminar mucho descubres que estás en el mismo lugar, y debes seguir caminando, y no llegas a ninguna parte. A eso lo llamó un poeta «El mito de Sísifo», lo cual quiere decir que cuando tú crees que algo va a terminar, comienza de nuevo, hasta el fin de los tiempos, y los tiempos no tienen fin. Nada sé del eterno retorno de que hablaba aquel filósofo célebre. Sé en cambio que siempre estamos empezando. ¡Las metas! ¡Hay cada palabrita! Sí, hay palabras terribles. La peor, creo, es «soledad». Y quien haya vivido la descansada vida de la botella, sabe lo que digo. Volviendo a las subjetividades: para entretener la soledad, comienzo a viajar. París, Brujas, San José, Birmania, Lhasa, donde vive el Dalai Lama, quien ahora está, dicen, en una botellita china. Estoy en Venecia, pasando frente a la Casa Grimani. Me paseo por la Quinta Avenida de Nueva York. ¡El Lincoln Center! (Se oye El Miserere de El trovador.) ¿Y que sucede? ¡Los viajes imaginarios también me aburren! ¿Por qué? Viajar solo es la soledad suprema. No tienes a quién decirle: «¡Mira ese palacio florentino! ¡Mira las noches blancas, Nástenka! ¡Allí, el Taj Mahal! ¿No te conmueve ese campo lleno de amapolas?» No. Nadie te toma de la mano para llorar juntos, conmovidos, porque el lago Lemán está azulito y el día es claro y puedes ver, en la otra orilla, a Evian, Francia. Te das cuenta, estás más solo. (Otro tono.) Invento un amigo. Lo voy haciendo día a día con estas manos que serán polvo. Trabajo dolorosamente dentro de esta botella incomodísima, sin luz, sin agua, sin comida, sin ánimo y sin esperanza. Primero hago el pelo. Negro, negrísimo, y vital, mucho pelo. Odio la calvicie. Luego voy haciendo la frente amplia, de hombre inteligente. Y los ojos, son decisivos los ojos, lo que un hombre es o no es está en los ojos. Los hago grandes, pardos, tristes. Me gustan los ojos tristes; me gusta la tristeza. La alegría me horroriza. El hombre alegre es el lobo del hombre. Dime que ríes y te diré qué imbécil eres. En cambio, cuando alguien te mira y no llora pero sí llora, o sea, cuando alguien te mira llorando por dentro, o con mirada que ha llorado mucho, entonces sientes que el hombre es capaz de querer y necesitarte. El hombre alegre es egoísta y se basta a sí mismo; el triste te busca y te reclama. Creo la boca grande, carnosa, de hombre sincero; boca dispuesta a la confesión, al beso, a la frase cariñosa. Al principio lo hago delgadito. Después se me ocurre que es mejor fuerte y sano, como querían los latinos. Mens sana in corpore sano. Siempre ha sido la idea suprema del hombre. Lo trabajo con cuidado, como si estuviera en un gimnasio. Y sale un bellísimo ejemplar, altísimo, fuerte, bien parecido, triste, inteligente, al que le pongo un nombre hermoso, Mario, nombre de general romano, de tenor, de obispo, de novelista y de psicólogo. (A Mario.) ¿Qué te parece, Mario, este lugar? (Como Mario.) Podrías haberte ahorrado el trabajo de crearme. Lo que veo no me resulta alentador. (Como el enano.) ¡Si no se ve nada! (Como Mario.) Nada es menos tentador que la nada. (Como el enano. Al público.) Resulta que Mario me salió lacaniano, le gusta jugar con las palabras. (A Mario.) ¿Y no te tienta la idea de estar vivo? (Como Mario.) Estar vivo es cualquier cosa menos una idea. Por lo demás, estar vivo en esta botella es como estar muerto en cualquier otra parte. (Como el enano. Al público.) ¡Qué pesimista! ¡Se me fue la mano en aquello de la tristeza! La alegría es mala; el exceso de tristeza también. (A Mario.) Mario, los extremos se tocan. (Como Mario.) Los extremos «me» tocan. (Como el enano.) Eres extremista. (Como Mario.) Soy extremeño. (Como el enano.) Quieres decir, ¿de Extremadura? (Como Mario.) No, soy del extremo del mundo. (Como el enano.) Extremoso. (Como Mario.) Extremado. (Como el enano.) Si continúas con extremidades, te doy la extremaunción. (Como Mario.) ¿Para qué me trajiste a la vida en esta botella? Hubiera sido mejor nacer libre, correr por el campo, bañarme en el mar, nadar, oler el perfume de las flores, sentir el aire batiendo, acariciando mi cuerpo. Beber cerveza helada por la tarde en una terraza frente al mar. Encontrar otro cuerpo, lanzarme sobre él, tocarlo, besarlo, acariciarlo. ¿Para qué me diste vida en la botella? A ver, ¿me podrías dar un jugo de guanábana? ¡No! Pues no tiene sentido entonces nacer en esta botella. La vida es una, breve, y se debe gozar. No tiene sentido estar aquí. (Como el enano.) Podemos darnos compañía. (Como Mario.) Estamos tan preocupados por el hecho de estar encerrados en una botella, que no podemos darnos compañía. Tú solo. Yo solo. Nadie acompaña a nadie. (Como el enano.) Me confundes. (Como Mario.) Para simplificar: ¡sácame de aquí! (Como el enano.) ¿Quieres irte? (Como Mario.) Sí. Quiero vivir. (Como el enano.) ¿A dónde quieres ir? (Como Mario.) A cualquier parte, digamos a Buenos Aires. (Como el enano. Persuasivo.) Muchacho, Buenos Aires no existe. En ningún lugar los aires son buenos, es mentira de los periódicos. (Como Mario.) Déjame comprobarlo. Quiero tener mi propia experiencia. (Como el enano. Triste.) Bien, Mario, tú lo has querido. Te irás. A Buenos Aires. No sé a qué, la verdad, porque desde la muerte de Borges, Buenos Aires no es una ciudad sino un recuerdo. Vete. Mi destino es la soledad y lo acepto. ¡Adiós! ¡Adiós! Recuérdame. Escríbeme. Siéntate en cualquier café de la calle Corrientes, y escribe unas líneas para este enano desdichado que vive en una botella. ¡Adiós! Óyeme, Mario, y si te aburres de tantos aires buenos y quieres un poco de mal aire, de aire caliente, mefítico y húmedo, vuelve, mi hermano, que aquí estoy esperando por ti, que para eso te creé con estas mismas manos. (Pausa breve. Repentinamente alegre.) Se va Mario e invento un pájaro. Rojo. Un cardenal. No me cuesta trabajo, es fácil. (Realiza unos trazos en el aire.) Para crear un pájaro lo primero es crear un trino. (Se escucha un trino.) Luego decir la palabra «pájaro». Son las palabras las que crean las cosas. Lo primero fue el verbo. (Extiende una mano.) Ven, pajarito, pósate aquí, hazme compañía. ¡Ven! (Desesperado.) ¡No te vayas! ¡No vueles tan alto! ¡No dejes mi mano sin ti! ¡Te vas a golpear contra el cristal de la botella! ¡Te vas a matar! (Transición.) Atraviesa el cristal. Se va el pájaro rojo. Lo propio de una botella es que nadie quiera vivir en su interior. Se fue. Así que botella igual encierro igual enano solo igual nadie. ¡Nadie! Es decir, yo, pero yo ¿quién soy? Sí, claro, el enano dentro de la botella. Debe haber algo más. ¡Lo hay! ¿Si les digo algo no me denuncian? ¡Prometan que no me van a denunciar! (Transición.) No prometan nada. Siempre he confiado en la benevolencia de los extraños, como Vivien Leigh, mi actriz preferida. Ahí va el secreto: ¡soy un enano parricida! Aunque esta historia es mejor dejarla para después. Así como confío en la benevolencia de los extraños, confío en la curiosidad. Ustedes son curiosos, como los sederistas de Lyon, de quienes se comenta que hacen una seda muy curiosa. ¡Ustedes desesperan por saber cómo entré en la botella! Hace rato se preguntan: ¿cómo demonios entró el enano en la famosa botella? (Pausa.) ¡Historia larga y trágica! Prepárense a llorar. (Solemne.) Había una vez un enanito que vivía en una casita de madera, frente al mar. (Transición.) No así no, vamos a hacer las cosas como en el teatro. (Pausa. Teatral.) A la izquierda, casa de madera; colores vivos como en las estampas turísticas. Al centro, dunas de arena y uvas caletas. A la derecha, el mar; ancho y democrático, en fin, el mar. Izquierda y derecha, las del espectador. Cuando comienza la acción, hay un enano –que soy yo– jugando con la arena. Enano con más de cuarenta años, que como tiene mentalidad pueril –¿será pueril jugar con la arena mientras el mundo se va derrumbando piedra a piedra?–, como tiene mentalidad pueril, decía, aparenta menos edad. Está jugando con la arena, lo cual significa muchas cosas. La primera: no tiene nada que hacer. (Reflexionando.) Hay algo, en verdad, más profundo en el entretenimiento. Porque bien mirado todo en el mundo remite a la destrucción. No hay acto, por ingenuo que parezca, que no presagie de algún modo que el mundo se va derrumbando piedra a piedra. Ustedes convendrán conmigo: los sucesos del mundo están en íntima relación. Yo tuve hace años una novia –enana ella, aunque lindísima, que también hay enanas lindas– que se peleó conmigo porque llegué tarde a una cita. «¿Por qué llegas tarde?», me preguntó. La miré con cara de desesperación. Grité: «Paris, el hijo de Príamo raptó a Elena. Menelao se indignó». Note en sus ojos que no entendía, y le expliqué mi teoría de la concatenación de los hechos –que no es mía, la verdad, la leí por ahí–, y concluí que el sitio de Troya era finalmente el culpable de mi tardanza. Me lanzó una mirada fulminante, exclamó: «Troya es la que va a arder aquí». En fin, basta de digresiones; yo no soy Tristram Shandy. Volvamos al enano que juega puerilmente con la arena. (Hace ademán de levantar la arena con los dedos y dejarla caer.) Levantar arena con los dedos y dejarla caer, así, significa que uno está previendo lo que será el mundo y lo que será la propia vida. La puerilidad no está en el juego de levantar arena, sino en lo que se piensa mientras se levanta arena. No es lo mismo que yo haga esto pensando que no tengo salsa de tomate para hacer los spaghettis, a que lo haga pensando que polvo soy y en polvo me convertiré. No es lo mismo jugar con la arena cantando… (Canta.) «En el mar la vida es más sabrosa/ en el mar te quiero mucho más…», que diciendo un poema de Francisco de Quevedo. (Declama.) «Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuertes, hoy desmoronados…» No, no es lo mismo. (Transición.) Volvamos al teatro. Cuando comienza la acción, hay un enano jugando con la arena. Se escucha música de Debussy. (Se dirige a los técnicos del teatro.) Por favor, yo quisiera que se oyera El mar de Claude Achille Debussy. (Se escucha El mar.) Gracias. (Transición.) El enano mira al mar reflexionando cómo todas las cosas anuncian de la muerte, cuando descubre en él –en el mar, quiero decir– un reflejo. Se acerca a la orilla. (Tiende las manos al supuesto mar. Toma una botella en la que hay un papel. Levanta la botella, maravillado, a la altura de los ojos.) ¡Botella con mensaje! (Destapa la botella y saca el papel.) ¡Auxilio! Es lo único que dice. Algún desesperado escribió esta palabra e hizo bien. ¿Para qué más? Nadie salva a nadie. Lo interesante de una petición de auxilio es la petición en sí. Y el que pide auxilio lo hace a sabiendas de que nadie lo auxiliará, y si envía el mensaje es sólo para aliviar al que lo lea, como queriéndole decir: «Estoy peor, puesto que ya me decidí a escribir el mensaje inútil». (Pausa breve.) A partir de aquella tarde, en aquella casa de madera frente al mar, comencé a recibir mensajes cada día. Algunos decían «auxilio» a secas; otros, «por favor, ten la bondad de auxiliarme»; algunos más desesperados rezaban «coño, acaba de venir a auxiliarme». Por esos días, a escondidas de mi padre –a propósito, ¿les dije que era un enano parricida?– escribí un poema precioso. Dice así: «Voy cada día a la orilla del mar: aprendí a descifrar los mensajes de los hombres. Sé de papeles grises o amarillos con letras desesperadas en botellas que no pueden ser abiertas por las olas. Gritos, quejas a la deriva que irán intactos al Báltico o al Mar del Japón. A fuerza de encontrarlos en la arena, provenientes de todos los puntos de la tierra, sé reconocer los cuatro versos del lánguido, su pedido de auxilio rimado en rondeles impecables. Sé distinguir las lágrimas con las que el cursi sella su llamado, las imprecaciones del violento y el tono frío del orgulloso. Sé reconocer el mensaje del nostálgico: siempre deja constancia de nombre y fecha. El hábito de recibir mensajes me permite afirmar que detras de cada corazón dibujado se esconde un alma de doncella, así como que los ancianos dibujan relojes y los adolescentes guillotinas. Hay largos lamentos: pertenecen al vanidoso; él describe prolijamente sus anhelos y lo que es traición del tiempo, lo que se ha vuelto nada y mentira. Una mujer de carácter agrega el retrato donde se la ve de perfil, seria y desafiante, con traje de noche y collar de zafiros. El creyente exige. El descreído suplica. El displicente se olvida de firmar. El mensaje del sabio es un papel en blanco». (Pausa. Se escuchan pasos muy fuertes, que producen terror.) Aladino, ¿será Aladino? (Pausa breve. Con pavor, queda escuchando. Se oye una voz grave.) Voz: ¿Qué haces? Enano: Nada, papá, jugaba a los ceritos. Voz: El cero ha sido introducido como número solamente en la matemática moderna. El cero es la clase cuyo único miembro es la clase nada. Si estabas jugando al cero, no estabas jugando a nada. No me engañes. ¿Qué escribías? Enano: Bueno… Palabras, palabras, palabras. Voz: Yo no soy Polonio, astuto enano hijo mío. ¿Qué palabras? Enano: Oraciones insignificantes. Por ejemplo: «Mi papá me ama. Yo amo a mi papá». O esta otra: «Un enano es un hombre que muere. Mi papá es inmortal». Voz: Y decir que amas a tu papá y que tu papá es inmortal ¿te parecen oraciones insignificantes? (Pausa. El enano no sabe qué decir.) Voz: Irás a tu cuarto. No comerás en varios días. Tampoco verás la luz. Estás castigado. (Breve apagón. Los pasos se alejan. Cuando la escena vuelve a iluminarse, el enano aparece desanimado.) Como ven, antes de entrar a la botella, ya estaba acostumbrado al hambre y a la oscuridad. (Transición.) Lo cierto es que ahora, por parricida, no estoy encerrado en mi cuarto, sino dentro de la botella, con las ventajas y desventajas que implica. (Pausa breve. Con tono lastimero.) ¡La muerte! La diferencia entre la muerte y la vida dentro de una botella es la misma que hay entre la angustia y la esperanza. En este caso, como es de suponer, la muerte es la esperanza. ¿Revelé que me gustaba el italiano? Estudié el toscano para leer a Dante. Después de leerlo me di cuenta de lo ingenuo que había sido el pobre florentino. ¡Querer asustarnos con nueve círculos, llamas, Lucifer y toda esa literatura…! ¡Lucifer! ¡Como si no supiéramos quién es Lucifer! ¡Lucifer está aquí! (Se toca el pecho.) Cada hombre es la imagen de Lucifer. El infierno va con cada hombre. Y cuando ese hombre luciferino entra con su infierno en la botella, ¡ya saben! Abandonad toda esperanza, ¡oh!, vosotros que entráis en una botella. (Canta.) L’inferno, Dante, l’inferno/ no pudiste imaginar,/ por una razón sencilla:/ no lo llegaste a encontrar./ Ah, pobre Dante, tu infierno/ en nada parece cierto,/ el infierno es la botella/ y el enano que está dentro./ Infierno es oscuridad,/ falta de agua, comida,/ es la peor soledad,/ las paredes de cristal,/ y este deseo animal/ de salir a caminar,/ a caminar, a caminar,/ de salir a caminar./ Sí, señor, a caminar./ (Pausa.) ¿Para qué engañarlos? Yo, el enano parricida dentro de la botella, en pleno uso de mis facultades mentales, declaro definitivamente que estoy muerto. Sé que no estoy facultado para hablar de mis facultades mentales. No soy dueño de mis actos, ni de mis sueños, ni de mis tristezas, angustias o alegrías. Soy un simple enano… Sin embargo, quisiera pedirles por favor que me permitieran el acto de libertad de declararme muerto. Entre otras cosas, porque así es. Hay muchas muertes. La mejor es la definitiva, la que ni oye ni ve ni desea ni pide. Hay otras con diferentes matices. La peor es la mía, quiera Aladino o no quiera. Y aquí llegamos a la suprema desventaja que es vivir dentro de la botella, que no es vivir sino morir tratando de hablar, de oír, de soñar, de llorar, de sentir, de gozar. Si tú vives y las circunstancias te impiden que vivas, entonces estás muerto queriendo vivir. Y lo ideal –nadie osará negármelo– es vivir viviendo y morir muriendo, que es como Dios quiere y manda. Lo que pasa es que Dios manda y nadie le hace caso. Recuerdo un día… (Música solemne. El enano va a proscenio. Se inclina ante un haz de luz. Tiende la mano queriéndolo tocar, pero siente miedo y no llega a hacerlo.) No llore. ¿Tiene algún dolor? ¿O será acaso que su hija lo abandonó? ¡Ya sé! Se le murió la esposa. ¿No? ¡Está perdido! Sí, eso, perdido. No se preocupe, perderse está de moda. Todos estamos perdidos y no lloramos. Míreme a mí, me perdí hace años y no lloro. A veces hasta me río. Ríase, hombre, no sea bobo. Lo puedo llevar a mi casa y permitirle que se bañe. Porque, óigame, la verdad… le hace falta un baño. La comida… No sé. Bah, que más da, se comparte la que hay. De pobre para allá no hay más pueblo. ¡Ay, viejo, no siga llorando, que se me parte el corazón! Además, usted está viejito, sí, pero es un hombre hecho y derecho. Míreme a mí, consuélese. Soy enano, contrahecho, y no lloro. Para serle sincero, lloré bastante, cuanto iba a llorar. A ver, dígame, que resuelvo con llorar. No voy a crecer ni a ponerme esbelto porque llore y mis lágrimas, de tan profusas, desborden el mar. Acuérdese de Epicteto. El bueno de Epicteto repetía: «No busques que lo que sucede suceda como deseas; sino desea que todo suceda como sucede». Hay que tener resignación. ¿Usted es cristiano? Pídale a Dios que lo ayude. Tenga fe en él. Él no existe, la verdad, pero la fe es buena, exista Dios o no exista. Y en caso de que Él existiera, está tan ocupado con el Universo –póngase a pensar, ¡el Universo!–, que no se interesa por nosotros. No tiene tiempo. Imagine los periódicos que debe leer al día, y en tantos idiomas o dialectos; imagine las preocupaciones, que si se abrió la capa de ozono, que si el sol tiene una llamarada de más, que si Venus se movió de su sitio, que cuántas estrellas caen cada día… ¡Muchísimo trabajo! ¿Y qué me dice de los congresos? ¿Usted sabe la cantidad de congresos que hay en el Universo cada día? El tiene que estar en todos. Para eso es Dios. Si un congreso en Mercurio, allá está él. Si otro congreso en Sirio, en Arturo –que es la estrella más brillante–, o en la Estrella Polar, allí tiene que estar el pobre Dios vestido con la mejor túnica. Azul, la túnica azul celeste. Y sonriendo, no sea que al día siguiente los periódicos publiquen su foto serio y digan: «El gran Dios no se sentía bien en el congreso celebrado en la Osa Mayor». O lo que sería mucho más grave, corra el rumor de que está enfermo. A pesar de que Él no se ocupa de nosotros, si se enferma es una catástrofe. Y se lo digo para que no ande creyendo cuentos de camino: tiene detractores. Gente que anda diciendo que como Él vive en el cielo, las cosas de la Tierra le interesan poco y por eso estamos tan mal. Y Él, pobrecito, va tan rápido en el vehículo celestial –azul también, como el traje–, que casi no puede vernos, y no sabe que sufrimos, que lloramos, que pasamos hambre. ¡Santo Dios! ¡Qué destino el suyo! ¡Es más víctima que nosotros, porque es víctima de su imagen de Dios! Y está rodeado de doce discípulos, en realidad doce guardaespaldas que no le pierden pie ni pisada y no lo dejan enterarse de que yo sufro por ser enano y usted llora no sé por qué. Me pregunto: ¿para qué Dios quiere guardaespaldas? Si es tan bueno, ¿por qué tiene miedo a que lo maten? Además, es eterno. ¿A quién se le ocurre matar lo que no tiene principio ni fin? La historia de Dios y los guardaespaldas es rara. ¡Pero no llore, mi viejo! ¡Míreme! No, así no, a los ojos. (Pausa. El enano retrocede espantado.) ¡Esos ojos! ¡Cuánta luz en esos ojos! ¡Y las manos! ¡Y el corazón visible! A mí no me engaña. (Otro tono. Al público.) Era Dios. ¿Y saben por qué lloraba? Dice que todo le había salido mal. Que la luz no era buena como Él había previsto. Que el mar y la tierra no eran buenos como Él había previsto y declarado a los escribas del Antiguo Testamento. Y en cuanto al hombre… ¿para qué hablar? En fin, tuve que consolarlo. Yo, el enano parricida, me vi en la triste situación de tener que consolar a Dios. La vida es demasiado enrevesada para esta pobre razón que nos ha sido concedida. (Pausa breve. Triste.) Vivir en una botella no es nada cómodo, aunque a todo se acostumbra uno. No existe hecho en esta vida que no presente dos caras: la buena y la mala. Sí, ya sé, no hago gran filosofía. Las verdades de la vida nunca son gran filosofía. Lo propio de la gran filosofía es que no tenga que ver ni con la verdad ni con la vida. Y perdonen los filósofos. Ahí tienen la soledad. Les dije lo terrible de la soledad cuando hablé de mi amigo Mario, creado por mí, y ahora en Buenos Aires, que no es una ciudad sino una ventolera espantosa. Él cree que es buena ciudad. Allá él. Yo, en mi lugar, que es ninguno, o esta botella, sinónimo de ningún lugar. (Transición.) ¡Ah, otro lado de la soledad es espléndido, mágico, único! Sucede que todavía no he hablado de mi padre. (Se escuchan los pasos fuertes que producen terror.) Voz: Hijo, llegó el momento de la lección de Agronomía. Enano: Papá, estoy enfermo. Voz: Mejor, el cuerpo necesita castigo. Enano: ¿No será preferible dar hoy la clase de Historia del Derecho Internacional? Voz: ¿Tienes deseos? (El enano afirma con la cabeza.) Voz: Entonces no lo harás. Siempre debes hacer lo contrario de lo que deseas. Enano: Papá, tengo hambre. Voz: El hambre nos levanta sobre la miseria de nuestro cuerpo. Enano: Tengo sueño. Voz: Lucha contra él. Si lo vences, conocerás las delicias de la vigilia permanente, serás la pupila insomne, irás por la vida vigilando, vigilando, vigilando. Enano: ¿Y para qué tengo que vigilar? Voz: Para que el enemigo no te sorprenda. Enano: ¿Qué enemigo? Voz: Cualquiera. Siempre hay un enemigo. La hormiga más insignificante es capaz de abrir la grieta en la pared. Enano: Pero, papá… Voz: Si sigues replicando, irás encerrado a tu cuarto donde he puesto un cocodrilo con las fauces abiertas. Enano: (Recitando una lección aprendida de memoria.) Tomate. Lycopersicum esculentum. Esta conocida solanácea cultivada es muy común y casi espontánea en algunos lugares. Se hace gran comercio de sus frutos usados como condimento, en salsas, ensaladas y también en dulce; presenta numerosas variedades… (Otro tono.) Está bueno ya. Mi vida era un infierno, y perdonen el lugar común. Un día tomé la gran decisión. ¿Por qué la tomé un día y no otro? He ahí los grandes misterios de la vida que no son, a la larga, tales misterios, sino cosas bien concretas. En este caso, otro espejo. (Va donde un espejo de gran luna.) ¡Este espejo! (Se mira en él.) ¡Soy enano! ¡No paso de los cuatro pies de estatura! ¡Soy enano! (Gritando cada vez más desesperado.) ¡Soy enano! ¡Soy enano! (Pausa. Con rencor.) La culpa es de mi padre. Cuando cumplí los siete años y ya tenía cuatro hermosos pies de estatura, me encerraron en una caja para que no creciera. Mi padre era un hombre alto, altísimo, y quería ser el único alto de la familia. Pasé la adolescencia encerrado en una caja. Me he pasado la vida encerrado. (Se escucha el repique de un tambor de hojalata y un grito agudo.) Sí, Oscar Matzerath, la diferencia entre tú y yo, además del tambor de hojalata y de tu prodigiosa voz, es que tú «decidiste» ser enano, fue un acto de «tu» voluntad. Mientras que a mí me impusieron esta nimiedad asquerosa con la que nunca he sabido qué hacer. (Transición.) ¡Papá! Voz: ¿Qué quieres, hijo? Enano: ¿Por qué no te acuestas a dormir? Debes estar fatigado. Voz: No puedo. Aún no está claro por qué las golondrinas emigran en invierno. Enano: Volverán, papá, volverán las oscuras golondrinas. (Aparte.) Si es que encuentran balcones donde colgar sus nidos. (Al padre.) Duerme un rato, te prometo pensar en ti. (Otro tono. Al público.) Ahí está. Tendido en un banco del parque como el padre de Hamlet. Está pensando en las golondrinas; otro modo de pensar en las musarañas. (Se saca un anillo del dedo meñique.) Aquí guardo veneno de áspid. (Se va acercando con sigilo al lugar donde se supone está el padre.) Duérmete, viejo, duérmete. Vas a tener un sueño profundo, inigualable, el sueño de los sueños, que dulce es dormir y aun ser de piedra dura. Dichoso el árbol que es apenas sensitivo… (Se escucha una canción de cuna.) Duerme, duerme… Las golondrinas revolotean en tu sueño. El sueño es una plaza sobre la que vuelan golondrinas… (Con sumo cuidado vierte veneno en el supuesto oído del supuesto padre acostado en el supuesto banco.) No ver y no sentir es gran ventura. (Transición. Con espanto.) Y ahora ¿qué hago? Cuando vean estos terribles despojos, vendrán por mí, me decapitarán, me emascularán, me crucificarán. No tengo perdón. Soy el enano parricida. No debo perder la calma. La calma es como la esperanza. Me iré a lejanas tierras. A la Polinesia, como Gauguin. A los Mares del Sur, como Arthur Gordom Pym. A la China, como Teilhard de Chardin. Al África, como Isaak Dinesen. ¿Y en qué voy? (Se calma. Sonríe.) Ya lo dije: lo malo tiene el reverso bueno. ¡Mi pequeñez me salva! ¿Quién sino un enano cabe dentro de una botella? Entraré, como un mensaje. Recorreré los siete mares. Llegaré a playas remotas, a Cerdeña quizá, y me haré pastor. Un pastor enano no es algo que llame la atención. O puede que me haga bufón de un sultán. O monje budista. Cualquier cosa con tal de huir, huir, huir… (El enano entra en la botella. Pausa. La luz desciende notablemente.) Yo soy el enano que vive dentro de la botella. Desarrollo cualidades que el hombre libre no conocerá jamás. La botella no cayó nunca al mar, se quedó en los arrecifes. Adiós, Gauguin, adiós, China, adiós, África mía. Quedé en el mismo lugar con oscuridad, subjetividades, hambre, carente de tiempo y en silencio, aburrido, solo, harto. ¿Qué se le va a hacer? La vida impone las leyes. Me queda el consuelo de saber que no soy el único enano que vive dentro de una botella. Lo único que cambia son las botellas, que las hay feas y de refresco, las hay de Marie Brizard, de Johnny Walker, de Napoleón. Existen enanos, aún más víctimas de la civilización, que no viven en botellas, sino en laticas de cerveza. Pienso que da lo mismo en el fondo si la botella es hermosa. Dentro de ella, la realidad tiene iguales tintes –esto de «tintes» es una manera de hablar–, tiene los mismos no-tintes, y es absolutamente inmóvil para todos. Lo había olvidado: la vida en una botella es democráticamente parecida para cualquier enano, parricida o no, a quien el destino le haya puesto la botella por delante. Ahora mismo, veo botellas a mi alrededor. Las botellas de ustedes. El mar las trae a los arrecifes. Los arrecifes las retienen. Los enanos que están dentro no se ven, se presienten. ¡Murmullos! A veces risas, a veces llantos, gritos. Botellas en la noche eterna de las botellas. (Levanta las manos. Dice adiós.) ¡Adiós, enanito embotellado! ¡Adiós, compañero de dichainfortunio! ¡Adiós! ¡Playa llena de botellas con enanos dentro! Enanitos que tocan el cristal desesperada e infructuosamente. Enanitos que desean ir al Báltico, como si vivir en esas remotas y frías playas fuera mejor o peor. Enanitos, amigos, no se desesperen, sigan durmiendo en la plácida incomodidad de las botellas. (Se escuchan pasos. Asustado.) ¿Qué fue eso? ¡Dios mío! ¡No, no puede ser! ¡No puedo creerlo! ¡No puedo tener tan mala suerte! ¡Aladino! El imbécil creyó la historia de Las mil y una noches. Aladino, por Alá o por quien te dé la gana, no toques la botella. Déjame tranquilo, en esta paz. No le he hecho mal a nadie y merezco el silencio y el olvido. No destapes la botella, Aladino, por favor, no soy genio ni te voy a colmar de riquezas. ¡No levantes la botella, idiota, que me da mareos! ¡No le quites el corcho! (Se protege del aire.) ¡Detesto el aire! ¡No resisto el oxígeno! ¡No me saques de aquí! ¡Ten piedad, Aladino! ¡Son demasiados años en la botella! (La luz se hace ahora muy intensa. El enano se protege de ella.) ¡La luz! ¡No la resisto! ¡Ya no puedo vivir en el aire ni en la luz! ¡Ya no sabría caminar por la tierra! ¡Olvidé lo que es una flor, un árbol, un río, un claro de luna, una montaña! Olvidé hablar del olvido, porque la dicha del olvido se olvida. ¡No quiero recordar! Aprendí a vivir en el encierro. La libertad podría matarme. Dime ¿qué haría yo? ¿A dónde iría? ¿A quién le contaría esta historia sin principio y sin fin? ¿Qué haría con la libertad? No quiero vivir en otro lugar. Necesito permanecer en la botella donde aprendí tantas cosas dulces y amargas. ¡Vete a salvar a otros, Aladino! A mí déjame. Ya no sé vivir en el mundo. Mi mundo es la botella y quiero que también sea mi sepulcro. Y quizá algún día, dentro de miles de años –si es verdad que los años pasan– alguien encuentre la botella y el montoncito de polvo que seré y diga conmovido: «Aquí hubo un enano que enfrentó la vida en esta botella». Y la lance al mar. Y a lo mejor, quién sabe, pueda llegar al fin a la Polinesia, al África, a la China, a los Mares del Sur. Y hecho polvo, habré cumplido mi sueño. (Se escucha el coro final de alguna cantata. La luz se apaga lenta.)
TELÓN
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